Por César H. París
“Y otra vez el zumbidoque duele, que duerme y que marca…”
P3Z – Tan Marcado Ya
Algunas consideraciones previas
Hay un cuento de Franz Kafka, En la Colonia Penitenciaria, donde la pena de los condenados de una prisión consiste en escribir sobre el cuerpo del reo, mediante la Rastra, la regla que él mismo ha violado. El presidio está a cargo de un oficial de que aplica su lógica cruel y la Rastra es una máquina infernal repleta de agujas que perforan la piel, con lo cual la Ley que el condenado ha infringido queda en su cuerpo impresa con sangre y tinta. Como todo en Kafka, la historia es una metáfora y no la es. No sólo porque ciertos horrores actuales sobrepasaron, y en mucho, a los mecanismos de castigo descriptos por el escritor, sino que indudablemente Kafka se refería más a ciertas repetitivas torturas mentales que a determinados y horrorosos castigos físicos.
El hecho de tatuarse voluntariamente es necesariamente distinto al ejemplo kafkiano. Sin embargo la asociación entre la Rastra y los tatuajes se aparece como una interesante derivación del concepto de la tinta en el cuerpo. A su vez explica cierta sensación de incomodidad ante el tatuaje y nos permite darnos cuenta que lo que nos desagrada de los tatuajes no es la sangre y el dolor necesarios para hacerlos, sino que lo que realmente nos molesta es el que sean para siempre.
Semejantes asociaciones no son ideas mías. Me las sugirió un amigo cuando le conté que me había vuelto a tatuar. “Me imagino que habrás pensado en Kafka”, me dijo. El resto ustedes ya lo conocen.
Mi bandera es mi piel
Pablo, el tatuador que ya hace unos años se asentó en Los Toldos, me estrecha la mano. Antes me había abierto la puerta de madera -con el detalle de un sólido llamador-, la encantadora Carla, pieza indispensable en el armado y el funcionamiento de la sala de tatuajes que está, como no podía ser de otra manera, en la calle Manuela Molina. Ellos recordaban que hace unos cinco o seis años yo había ido a tatuarme la espalda con un diseño que parecía pequeño y resultó mucho más trabajoso de lo esperado. Por mi parte, recuerdo las cervezas que bebimos para pasar el tiempo mientras las agujas se clavaban en la piel. El tatuador es el mismo, la casa también –una bonita construcción con un gran patio-, pero el escenario es otro: Pablo y Carla han construido una auténtica sala de tatuajes, con camillas adaptables al cuerpo, catálogos desplegables, fotos de diseños propios y luminoso reggae de fondo
Mientras prepara el instrumental, una tarea engorrosa y precisa, Pablo me cuenta que lo que a él le gusta es disponer de tiempo para trabajar. “Si tenés tiempo sale todo bien, y a mí me gusta que mis pinturas salgan bien. Estoy obligado porque me gusta y porque cruzo a los que dibujé todos los días y no da para hacer un mal trabajo”, me dice mientras prepara con yodo y desodorante en barra la zona a trabajar. “Por eso no me gustan los flacos que se van a hacer la temporada a la playa y también me desengañé de Galerías como la Bond Street, donde los chabones hacen diez o veinte tatuajes por día y no le ven ni la cara a la gente” afirma. Y vuelve a remarcar “el tiempo… a mí me gusta disfrutar de esto…”
Me acomodo en el asiento y unos segundos antes de sentir un reconfortante dolor punzante, escucho el zumbido de la máquina que, por esta vez, sólo tiene nueve agujas en su extremo. La máquina es una pequeña pistola de metal de una precisión constante y un martilleo tenue e infinito, Pablo dice que la máquina es nueva y que a él le gustaría hacerse sus propias máquinas, pero para eso falta. Al rato, cuando ya el adormecimiento se extiende por todo el brazo, escucho por sobre el zumbido constante que los mejores productos sudamericanos son los brasileños y veo unas tinturas que incorporan acrílico a los pigmentos tradicionales. “Pero los mejores artistas están en Europa” dice al final, “a España se van muchos desde acá, ganan mejor y no trabajan tanto como en las galerías de Buenos Aires” concluye y vuelve al trabajo.
Breve historia de la tinta
Hoy en día hasta Ricky Martin tiene tatuajes, pero no siempre fue así. La popularidad de esta práctica es un fenómeno mucho más reciente de lo que se supone. Yo viví los tiempos en que el tatuaje delataba inevitablemente algunas vacaciones carcelarias o extranjería, y en los que veíamos a Henry Rollins -mucho menos tatuado que fabricantes de canciones para adolescentes como los Blink 182- y nos parecía ver a alguien que estaba muy mal, a un loco. Y sólo bastaron un par de décadas para que el tatuaje se volviera algo habitual hasta en el cuello de algún político infame.
Sin embargo, el arte del tatuaje poco tuvo que ver con el buen gusto y la moda reciente. Esta tradición hunde sus raíces profundo en el barro de la historia. A principios de los ‘90 se encontró una momia neolítica dentro de un glaciar de los Alpes: la momia, conocida como “El Hombre de Hielo” u “Ötzi”, tenía 57 tatuajes en la espalda y, con sus 5200 años, es el cadáver humano con piel más antiguo que se ha encontrado. De aquí podemos inferir que el tatuaje es tan antiguo como la humanidad. En Egipto las tatuadas eran las mujeres, en América del Norte el tatuaje era un rito de iniciación para ingresar en la edad adulta, en América Central lo hacían a modo de conmemoración de los caídos en batalla y en Sudamérica las tribus también pintaban sus cuerpos, aunque no de manera permanente. Japón creó una sólida tradición de diseños propios, absolutamente dignos de su increíble cultura. Pero es en la Polinesia donde el arte del tatuaje alcanza su mayor desarrollo: el tatuaje comenzaba a muy temprana edad y se prolongaba hasta que no quedara región del cuerpo sin pigmentos. Por estas islas pasaron exploradores europeos -como James Cook-, cuyos marineros adoptaron esta costumbre y la extendieron por el mundo, sobre todo en el vasto circuito de puertos, bares, prostíbulos y las habituales prisiones. En 1870 se abrió en New York el primer estudio de tatuajes; 139 años después estoy en otro estudio en Los Toldos, acostado en un sillón quirúrgico, perforando con tinta mi brazo izquierdo.
Y estas marcas no se irán de mí…
Una buen rato después de comenzada la sesión, cuando el zumbido y la insistencia de la aguja abre las puertas de un módico nirvana, llega Sergio. Sergio es cantante lírico y es también un tipo estupendo. Tiene cinco tatuajes recientes y quiere seguir escribiéndose. Pablo tiene para rato con mi brazo, sin embargo Sergio se queda y charla. “Tatuajes en Los Toldos” piensa en voz alta, “nosotros somos subersivos… undergrounds…” dice y ríe con ganas. Sólo ante mi pedido nos cuenta que está cantando ópera contemporánea en el Argentino y en el Alvear y que prepara un recital para Los Toldos. “Me va acompañar una pianista, de lo mejor” cuenta y yo no puedo esperar oírlo.
Cuando se va Sergio, llega una chica por un piercing y después otra. Pablo dice que colocar aros en el cuerpo, una operación muchísimo más sencilla que el tatuaje, le lleva buena parte de su tiempo. “Cuando hacía los primeros piercing me corría una adrenalina bárbara” dice y Carla asiente riendo “ahora ya los hago automáticamente”, aclara enseguida.
Al rato llega el Zorro con media docena de dibujos en el cuerpo y la intención de continuar tatuándose. Esta vez elige para la cara interna de su brazo un diseño “old school”, una de esas chicas pin-ups que parecen detenidas en la postguerra y que supieron enloquecer a los veteranos que regresaban a los Estados Unidos para limpiarse el olor de la muerte. El Zorro tiene dados, naipes y llamas anaranjadas rodeando sus brazos, le digo que tiene que hacerse una motocicleta en el pecho y me mira con interés. Al rato mi tatuaje ya está terminado.
Cicatrices y daños colaterales.
Ahora el nuevo tatuaje es una armadura simbólica que arde en todo su relieve. Hay que lavar la herida con jabón neutro dos o tres veces por día. Más tarde hay que colocar crema humectante durante dos semanas y evitar el sol. Es la parte metrosexual del asunto. Diez o quince días después el tatuaje está cicatrizado y uno puede lucirlo, ocultarlo, olvidarlo, pensar en hacerse otro o arrepentirse de este.
También uno puede escribir sobre el tatuaje. Y eso es lo que termino haciendo.
Hay un cuento de Franz Kafka, En la Colonia Penitenciaria, donde la pena de los condenados de una prisión consiste en escribir sobre el cuerpo del reo, mediante la Rastra, la regla que él mismo ha violado. El presidio está a cargo de un oficial de que aplica su lógica cruel y la Rastra es una máquina infernal repleta de agujas que perforan la piel, con lo cual la Ley que el condenado ha infringido queda en su cuerpo impresa con sangre y tinta. Como todo en Kafka, la historia es una metáfora y no la es. No sólo porque ciertos horrores actuales sobrepasaron, y en mucho, a los mecanismos de castigo descriptos por el escritor, sino que indudablemente Kafka se refería más a ciertas repetitivas torturas mentales que a determinados y horrorosos castigos físicos.
El hecho de tatuarse voluntariamente es necesariamente distinto al ejemplo kafkiano. Sin embargo la asociación entre la Rastra y los tatuajes se aparece como una interesante derivación del concepto de la tinta en el cuerpo. A su vez explica cierta sensación de incomodidad ante el tatuaje y nos permite darnos cuenta que lo que nos desagrada de los tatuajes no es la sangre y el dolor necesarios para hacerlos, sino que lo que realmente nos molesta es el que sean para siempre.
Semejantes asociaciones no son ideas mías. Me las sugirió un amigo cuando le conté que me había vuelto a tatuar. “Me imagino que habrás pensado en Kafka”, me dijo. El resto ustedes ya lo conocen.
Mi bandera es mi piel
Pablo, el tatuador que ya hace unos años se asentó en Los Toldos, me estrecha la mano. Antes me había abierto la puerta de madera -con el detalle de un sólido llamador-, la encantadora Carla, pieza indispensable en el armado y el funcionamiento de la sala de tatuajes que está, como no podía ser de otra manera, en la calle Manuela Molina. Ellos recordaban que hace unos cinco o seis años yo había ido a tatuarme la espalda con un diseño que parecía pequeño y resultó mucho más trabajoso de lo esperado. Por mi parte, recuerdo las cervezas que bebimos para pasar el tiempo mientras las agujas se clavaban en la piel. El tatuador es el mismo, la casa también –una bonita construcción con un gran patio-, pero el escenario es otro: Pablo y Carla han construido una auténtica sala de tatuajes, con camillas adaptables al cuerpo, catálogos desplegables, fotos de diseños propios y luminoso reggae de fondo
Mientras prepara el instrumental, una tarea engorrosa y precisa, Pablo me cuenta que lo que a él le gusta es disponer de tiempo para trabajar. “Si tenés tiempo sale todo bien, y a mí me gusta que mis pinturas salgan bien. Estoy obligado porque me gusta y porque cruzo a los que dibujé todos los días y no da para hacer un mal trabajo”, me dice mientras prepara con yodo y desodorante en barra la zona a trabajar. “Por eso no me gustan los flacos que se van a hacer la temporada a la playa y también me desengañé de Galerías como la Bond Street, donde los chabones hacen diez o veinte tatuajes por día y no le ven ni la cara a la gente” afirma. Y vuelve a remarcar “el tiempo… a mí me gusta disfrutar de esto…”
Me acomodo en el asiento y unos segundos antes de sentir un reconfortante dolor punzante, escucho el zumbido de la máquina que, por esta vez, sólo tiene nueve agujas en su extremo. La máquina es una pequeña pistola de metal de una precisión constante y un martilleo tenue e infinito, Pablo dice que la máquina es nueva y que a él le gustaría hacerse sus propias máquinas, pero para eso falta. Al rato, cuando ya el adormecimiento se extiende por todo el brazo, escucho por sobre el zumbido constante que los mejores productos sudamericanos son los brasileños y veo unas tinturas que incorporan acrílico a los pigmentos tradicionales. “Pero los mejores artistas están en Europa” dice al final, “a España se van muchos desde acá, ganan mejor y no trabajan tanto como en las galerías de Buenos Aires” concluye y vuelve al trabajo.
Breve historia de la tinta
Hoy en día hasta Ricky Martin tiene tatuajes, pero no siempre fue así. La popularidad de esta práctica es un fenómeno mucho más reciente de lo que se supone. Yo viví los tiempos en que el tatuaje delataba inevitablemente algunas vacaciones carcelarias o extranjería, y en los que veíamos a Henry Rollins -mucho menos tatuado que fabricantes de canciones para adolescentes como los Blink 182- y nos parecía ver a alguien que estaba muy mal, a un loco. Y sólo bastaron un par de décadas para que el tatuaje se volviera algo habitual hasta en el cuello de algún político infame.
Sin embargo, el arte del tatuaje poco tuvo que ver con el buen gusto y la moda reciente. Esta tradición hunde sus raíces profundo en el barro de la historia. A principios de los ‘90 se encontró una momia neolítica dentro de un glaciar de los Alpes: la momia, conocida como “El Hombre de Hielo” u “Ötzi”, tenía 57 tatuajes en la espalda y, con sus 5200 años, es el cadáver humano con piel más antiguo que se ha encontrado. De aquí podemos inferir que el tatuaje es tan antiguo como la humanidad. En Egipto las tatuadas eran las mujeres, en América del Norte el tatuaje era un rito de iniciación para ingresar en la edad adulta, en América Central lo hacían a modo de conmemoración de los caídos en batalla y en Sudamérica las tribus también pintaban sus cuerpos, aunque no de manera permanente. Japón creó una sólida tradición de diseños propios, absolutamente dignos de su increíble cultura. Pero es en la Polinesia donde el arte del tatuaje alcanza su mayor desarrollo: el tatuaje comenzaba a muy temprana edad y se prolongaba hasta que no quedara región del cuerpo sin pigmentos. Por estas islas pasaron exploradores europeos -como James Cook-, cuyos marineros adoptaron esta costumbre y la extendieron por el mundo, sobre todo en el vasto circuito de puertos, bares, prostíbulos y las habituales prisiones. En 1870 se abrió en New York el primer estudio de tatuajes; 139 años después estoy en otro estudio en Los Toldos, acostado en un sillón quirúrgico, perforando con tinta mi brazo izquierdo.
Y estas marcas no se irán de mí…
Una buen rato después de comenzada la sesión, cuando el zumbido y la insistencia de la aguja abre las puertas de un módico nirvana, llega Sergio. Sergio es cantante lírico y es también un tipo estupendo. Tiene cinco tatuajes recientes y quiere seguir escribiéndose. Pablo tiene para rato con mi brazo, sin embargo Sergio se queda y charla. “Tatuajes en Los Toldos” piensa en voz alta, “nosotros somos subersivos… undergrounds…” dice y ríe con ganas. Sólo ante mi pedido nos cuenta que está cantando ópera contemporánea en el Argentino y en el Alvear y que prepara un recital para Los Toldos. “Me va acompañar una pianista, de lo mejor” cuenta y yo no puedo esperar oírlo.
Cuando se va Sergio, llega una chica por un piercing y después otra. Pablo dice que colocar aros en el cuerpo, una operación muchísimo más sencilla que el tatuaje, le lleva buena parte de su tiempo. “Cuando hacía los primeros piercing me corría una adrenalina bárbara” dice y Carla asiente riendo “ahora ya los hago automáticamente”, aclara enseguida.
Al rato llega el Zorro con media docena de dibujos en el cuerpo y la intención de continuar tatuándose. Esta vez elige para la cara interna de su brazo un diseño “old school”, una de esas chicas pin-ups que parecen detenidas en la postguerra y que supieron enloquecer a los veteranos que regresaban a los Estados Unidos para limpiarse el olor de la muerte. El Zorro tiene dados, naipes y llamas anaranjadas rodeando sus brazos, le digo que tiene que hacerse una motocicleta en el pecho y me mira con interés. Al rato mi tatuaje ya está terminado.
Cicatrices y daños colaterales.
Ahora el nuevo tatuaje es una armadura simbólica que arde en todo su relieve. Hay que lavar la herida con jabón neutro dos o tres veces por día. Más tarde hay que colocar crema humectante durante dos semanas y evitar el sol. Es la parte metrosexual del asunto. Diez o quince días después el tatuaje está cicatrizado y uno puede lucirlo, ocultarlo, olvidarlo, pensar en hacerse otro o arrepentirse de este.
También uno puede escribir sobre el tatuaje. Y eso es lo que termino haciendo.
Que lindo eh, mas para los que hemos entrado a esa casa una o varias veces, y tal cual che, las birras pasadoras son parte de la movida de Pablo a la hora de tatuar.
ResponderEliminarYo tengo un ancla, un trival pequeño, dos nombres y una mariposa azul. Me encantan los tauajes. Tres de esos me los hizo Pablo y dos un amigo de buenos aires.
Ojala se termine eso de ¡si, pero dura para siempre!! Masvale, y los antojos o manchas en la piel tambien, y algunas son fuleras, ja, cuantos hay que tienen cada lunar... Ojo, respeto al que no se tatua y no tiene historia. Otro amigo es de estos, no tiene tatuajes, pero no le calienta que los otrs tengan, no es de hacer ese tipo de comentarios gastados e insignificantes para un tatuado. Es mas, es de ir tambien ahi a lo de Pablo, ha visto mil tatuajes tatuar, y no le interesa.
Asique aguante el tatuaje, y si uno lo hace para caretar, otro por sentirse apegado a algo que no quiere borrar de su mente, otro por simple gusto, otro para el verano, otra para el otoño, no importa, cada uno tiene un motivo, hasta el mas careta...
Aguante Pablooooo, aguante los tatusssssssss....
Sin conocer el cuento de Kafka, uno de mis tatuajes es una frase que escupe lo mismísimo que relata don Franz en el cuento que cita César.
ResponderEliminarSupongo que ya Kafka escribió todo, incluso aquello que no querríamos leer
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