En 1892, un mercachifle tucumano, un hombre que ha pasado un temporada en un infierno de lanzas y gauchos peleadores, alguien que cruzó a pie el desierto de Santiago y la pradera santafesina para llegar a Buenos Aires casi desnudo, está sentado frente al mostrador de su negocio “El Argentino”. Es de noche. Garabatea, con prosa simple y en hojas amarillas, sus pesares e impresiones sobre el paso de los días. Espera a los ingleses, aquellos que con el trazado del ferrocarril y la posición de la estación, decidirán si su más anhelado proyecto va a concretarse. Siempre cultivó la memoria y el trabajo, ahora es el tiempo de cosechar sus frutos maduros.
Recuerda Monteros, su pago natal, donde aprendió a golpes de desdicha y ramalazos de hambre que la vida es una cuesta empinada para el que ha nacido sin nada. Se acuerda de la paliza que le dieron por comer una empanada que era para el capellán, rememora a don Camilo, su patrón y su verdugo, que terminó sus días en la miseria, siendo sostenido por aquel a quien había golpeado; encadenando recuerdos llega hasta la imagen de su padre, dándose vuelta en el zaino, no queriendo reconocerlo cuando él lo llamó “Tatita”. “Aquellos polvos han traído estos lodos” escribe con mano firme. Levanta la mirada, ve los estantes repletos de víveres, las camisas, las telas para los vestidos de las señoras, los fardos de alfalfa, las bolsas de trigo… piensa en sus negocios en Bragado y en Pinto, mete la mano en el bolsillo del pantalón y hace sonar las pocas monedas que no ha guardado en la caja. Se sabe dueño de su destino y del de muchos otros. Y por eso tiene que obrar con cuidado.
“Torres más altas han caído” murmura entre dientes. Guarda los papeles bajo el mostrador, toma un poncho catamarqueño que está prolijamente doblado en una silla y sale a la noche fría. Una tenue niebla se asienta en los vastos campos que ha elegido para su proyecto. Camina lentamente, con las manos bajo el poncho, hacia el horno de la panadería para ver cómo va el asado con el que piensa agasajar a sus invitados. Hace unos pocos meses volvió por primera vez a Montero, a una década de su partida, estuvo junto a su madre y tuvo el orgullo de buscarle un mejor lugar donde vivir y de recorrer en carruaje los caminos en los que anduvo descalzo, vio como Abelardo Nuñez, luego de haber sido el joven más acaudalado de Montero, malvivía en un rancho miserable tras haber gastado su peculio en agasajos y ostentaciones.
“¡Don Electo! ¡Paisano!” Una voz surge de la oscuridad y una figura amable lo saluda desde lejos. Electo Urquizo se acerca y cambia unas palabras con un proveedor a quien la noche lo encontró lejos de su destino, los pagos de don Rubio en La Delfina. “Vaya para la casa y pase a la cocina, el fuego está encendido y alguien lo atenderá”. Se despide y sigue su camino silencioso, una de las cosas que ha aprendido es a cuidar de aquellos que cimientan su negocio, adepto como es al “socialismo razonado” sabe que en realidad los empleados pagan con su trabajo el salario del patrón, de hecho se ha acostumbrado a llamar “hijos del trabajo” a aquellas personas que aprendieron a comerciar a su lado, a pesar de que más de uno le ha pagado con la moneda de la ingratitud. De cualquier manera, son sus hijos de sangre los que más le preocupan, ha enviado a uno de ellos a la casa de Bragado para que se forme; le ha dicho al encargado que lo coloque “como cadete nomás, con el sueldo que le corresponda, sin privilegios de ningún tipo y con más obligaciones que los demás. Lo que es andar a caballo o andar en la cuadra o en el patio ni soñarlo. Tiene que estar clavado al mostrador”. Una nube oscura cruza por su mente y arruga su semblante “¡Ay Gregorio, hijo mío, no abuses de tu dicha de haber nacido rodeado de todo y piensa que puedes ser de los que tienen que llorar un bien perdido en sus últimos días!" Repasa nuevamente en el destino de Abelardo Nuñez y con la mano espanta los malos pensamientos. Se promete a sí mismo, como una vez se prometió salir de la miseria, juntar sus papeles dispersos y escribir unas memorias para que su hijo conozca sus pesares y dificultades, cómo salió con lo puesto de Tucumán para labrarse una reputación de persona íntegra, cómo segó trigo en Chivilcoy (El Cairo Argentino), cómo vendió cigarros por las estancias, cómo durmió al sereno sin más que un “calamaco” para cobijarse, cómo llegó a la tribu de Coliqueo, en la frontera, sin más capital que su voluntad de trabajo, cómo soportó malones y la rapiña de los políticos locales “¿Hasta dónde llega nuestra decadencia política que se premie a un criminal con la vara de la justicia? Nuestro país sufre dos calamidades: una política cochina y una injusticia que se le da nombre de justicia” escribirá luego en unos papeles que se llamarán “Memorias de un pobre diablo” y serán rescatados del olvido por la mano de Menrado Hux, gracias a su paciente labor histórica.
Unos cincuenta metros antes de la panadería, ya se percibe el aroma de la carne asada. Electo siempre propició una dieta variada para él y los suyos, aun cuando el menú promedio de la época es carne y sólo carne para el gauchaje. Pero sabe que nada atrae a los ingleses tanto como el asado y la posibilidad de hacer negocios, Electo se promete a sí mismo ofrecerle las dos a los gringos. Siempre ha dicho “lo mismo vale el billete que sale de una media sucia como el de un bolso perfumado”, su propia personalidad de comerciante nato le ha hecho olvidar aquellas diferencias sociales tan caras a la época, posiblemente esa sea la base de su triunfo económico. Pero ahora va por más, quiere que de esas cincuenta cuadras brote un pueblo; ve en las pocas construcciones que lo rodean los cimientos de una población estable de la misma manera que la resina brota de la leña que se apila en las paredes de la panadería.
“¿Falta mucho?” Pregunta al paisano que, cuchillito en mano, tajea un muslo en forma horizontal. “Ya lo estoy cortando, patrón, fíjese que ña Mercedes me ha dicho que ha visto a los gringos dar la vuelta a la laguna, ya han de estar llegando.”
Sorprendido y expectante, Urquizo hace de nuevo el camino entre la niebla que lentamente empieza a disiparse. Ve, a unos doscientos metros, el contorno de un carruaje sobrio pero resistente. Camina unos pocos pasos, sofrena con un grito a la docena de perros que salen al encuentro de los visitantes y espera que el vehículo tome el camino del medio. Ahora lo ve claramente, oye los cascos acompasados y los chistidos del auriga. Junto a la tranquera espera, el sombrero recto, el pantalón impecable, el pañuelo al cuello. El carruaje articula los últimos metros con un retumbo de maderas y fierros hasta detenerse junto a la figura que espera en las sombras. Las manos se estrechan y, con poca ceremonia, los visitantes son conducidos a una de las dependencias de “El Argentino”, allí Electo Urquizo les preguntará a sus invitados dónde piensan ubicar la estación entre Bragado y Lincoln, para oír que San Emilio y La Delfina son los lugares elegidos. “Señores” dirá luego, “si ustedes me hacen la estación en mi campito, yo les voy a formar un pueblito. Este local es un punto céntrico para la formación de un pueblo que muy pronto será cabeza de partido. A mí, que soy pobre y honrado, me sería fácil formar un pueblo. En La Delfina no se formará ningún pueblo, porque los dueños son ricos y no tienen necesidad de incomodarse”
¿Usted tiene algún capital político? Le dirán los ingleses para escuchar luego: “No tengo cuñas ni capital político ni social. No tengo influencias con los hombres de la política y Dios me libre de tenerlas. Precisamente a esta circunstancia debo mi desahogo individual y pecuniario. Yo soy un hombre libre, sin amos políticos, no le debo nada a ningún caudillejo con mando. Sólo soy un pobre diablo que sólo me ocupo de mi trabajo.”
Cuando se van los ingleses, don Electo ya percibe que su sueño es posible. Luego vendrá la fundación, la plaza sembrada de alfalfa, la construcción de la iglesia que los “hombres de Dios” usufructuaron en beneficio propio, la ruina de su propio hijo y las andanzas de la política local. Pero esa es otra historia, la mía y la tuya, la de todos los días.
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Muy bueno César. Lo escuché cuando lo leyeron en el programa de radio, recordando el aniversario de Los Toldos. Fue como estar ahí. Mis felicitaciones, saludos!
ResponderEliminarLa misma tapa del libro que en la página de elaleph.com dice: Lamentablemente, vendimos el único ejemplar disponible. ¿Saben si se ha reeditado?.
ResponderEliminarLamentablemente este libro está agotado hace ya un tiempo y no fue reeditado. Esperemos que laguien tome la posta en esto
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