por Cesar H. París
Hay dos rutas para llegar a Chos Malal, si es que se parte desde Los Toldos. Un camino cruza La Pampa en la llamada Ruta del Desierto, para ingresar a Neuquén por el NE; 1328 Km en un estado más que aceptable y, si uno sobrevive al tedio de las rectas, llega en poco tiempo y fresco como para ir a una boda. Pero hay otro camino, que va por la ruta 7, cruza el sur de Córdoba y Santa Fe, el centro de San Luis y media provincia de Mendoza. Ahí uno entra a Chos Malal envuelto en una nube de polvo, con el auto destrozado por el ripio patagónico y la barba crecida de rodar entre las montañas. Esta última es la que elegimos, total no nos esperaba ninguna recepción protocolar sino los 4700 metros del Cerro Domuyo, en plena Cordillera del Viento.
Seguí leyendo... Living Las Bragas
Roberto Bolaños, en su conferencia Literatura + Enfermedad = Enfermedad, afirma que “los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte y que, sin embargo, son caminos por los que hay que internarse y perderse y volverse a encontrar o para encontrar algo, con suerte lo nuevo, lo que siempre ha estado allí” Desconozco que buscamos internándonos cada vez más en la aridez serrana del centro del país, cruzando por sitios donde no existe señal de celular, parando en estaciones de servicio para comer bajo la mirada hostil de una empleada cautiva que, no sé de viajes y libros, pero que de sexo parece no conocer nada. Sin embargo vernos en movimiento hacia el oeste primero y hacia sur más tarde nos llena de una alegría infantil. Y de proyectos desmesurados. Sin ir más lejos, la idea más interesante se nos cruzó en San Luis: fundar la ciudad de Las Bragas, un lugar para incendiarse impunemente.
La cosa es así: como todos sabrán, en EEUU existe la ciudad de Las Vegas, enclavada en el Valle de la Muerte en el áspero desierto del Oeste Norteamericano. Y de su aislamiento nace su particularidad: la ciudad fue concebida para ser un shopping humano de dimensiones gigantes. Bajo las luces de neón los cuerpos se trafican en un liberalismo acérrimo para que en el resto de Norteamérica siga con su pastel de manzana y su “american way of life”. El fin de Las Vegas es proporcionar un lugar para reventar conscientemente: Elvis eligió sus hoteles cuando supo que se le acababa el tiempo, Nicolas Cage personificó a un alcohólico irredento en “Living Las Vegas”, por último recuerdo que el gran Hunter Thompson llamó a Las Vegas “el sitio en el que los nazis pasarían sus vacaciones si hubieran ganado la guerra”. No hay una ciudad equivalente en Argentina: México tiene a Tijuana y Brasil las infinitas transas de Manaos, así que decidimos invertir en el país y fundar “Las Bragas”. Y no hay otro sitio donde hacerlo que no sea en San Luis, en el desierto del sur, por los feudos de Rodríguez Saa. Necesitamos un aeropuerto, pero creo que sería cuestión de hablar con el Secretario de Turismo, toldense él para más datos. En todo caso se trata de un negocio indiscutible y sobre todo sanitario, digno de ser tenido en cuenta.
Todo esto discutimos mientras atravesamos como una exhalación la autopista sanluiseña para seguir en el delirio sólo detenido por policías que insisten en preguntarnos “de dónde vienen” y “para dónde van” como si haciendo alusión a dos destinos uno pudiera dar cuenta de las acciones que se realizaran entre ellos. En el límite con Mendoza hay un control sanitario, nos rocían con pesticidas y no paramos hasta San Rafael, donde llegamos en el medio de la siesta mendocina. De ahí a esa sucursal del Paraíso que es Río Atuel, a nadar en el dique, andar en canoa y tirarse en la blanca arena al pie de la montaña.
Fabio Zerpa tiene razón
La Historia contará que en esos días hubo una revolución tecnológica en Mendoza. Se trató de la inauguración de un observatorio de características muy particulares, cuya central se encuentra en la localidad de Malargüe y cuyos receptores se expanden por cientos de kilómetros cuadrados, pequeñas usinas que reciben rayos cósmicos y que luego reenvían esos datos al laboratorio central, donde se resuelve algún problema inmemorial. Lo que esos libros no narrarán es que por este hecho es imposible conseguir alojamiento en la ciudad: cabañas acostumbradas a recibir familias o aventureros solitarios ahora se ven repletas de científicos extraídos de alguna página de la Muy Interesante. Gente que escribe en sus notebooks para que sus vecinos en Oslo decodifiquen los mensajes de las estrellas. Y sí, la palabra “sobrepeso” se adecúa perfectamente a muchas estos ejemplares. Imagino que el consumo de Ventolín y Curitas debe haber trepado a niveles astronómicos también.
Igualmente conseguimos una pequeña cabaña junto a un bosquecito y lo que parecía la estatua de un Beatle, supongo que George o John, porque los otros están vivos todavía. Esa misma noche vamos a cenar a un restaurante donde, sentados en la vereda, oímos “no hay” ante el pedido de cada plato hasta que los cuatro cenamos lo mismo mientras vemos el espectáculo que ofrecen una docena de scooter tuneados y cuatro o cinco automóviles de porte indescriptible que rondan el bulevar central. Mejor dormir entonces, nos espera la ruta 40 y sus kilómetros de ripio patagónico.
Rally Malargüe – Chos Malal 2008
Es el tiempo de volver al camino, tomar hacia el sur e internarnos en la yerma ruta 40. Los primeros kilómetros están asfaltados, el pavimento desde Malargüe a Bardas Blancas va empeorando progresivamente. Así atravesamos la hermosa Cuesta del Chihuido, pero cuando nos metemos en las montañas, el asfalto desaparece y sólo hay lugar para las afiladas aristas del ripio. Lo curioso es que aquí y allá el asfalto vuelve a aparecer, destrozado pero claramente visible; es así como advertimos que el ripio ha sido en su mayoría arrojado ex profeso para no reparar la ruta. Alguno afirma que la provincia de Mendoza se niega a la reparación con el fin de mantener la ruta en malas condiciones para que el turista que viene en búsqueda de aventuras extremas no se sienta defraudado; lo cierto es que esta ruta permanece semintransitable para que el turismo no siga viaje y está obligado a volver a Mendoza (y a seguir gastando dinero allí), lo cual me parece una excelente ejemplo del concepto de federalismo que se impuso en el 2008: lo tuyo es mío y lo mío es mío.
Vemos un cartel que anuncia: “Caverna de las Brujas 3 km” y doblamos por un camino imposible bajo el sol de la primera tarde, entre polvo y sacudidas llegamos hasta la casa del guardafauna, quien resulta ser una chica que nos cuenta que no se puede entrar a la caverna sin guía (y sin casco supongo) y que los guías se consiguen en Malargüe, ella sólo está para decir eso, se disculpa y vuelve a su quehacer. Nosotros subimos los primeros escalones hacia la cueva, desistimos y ya estamos de vuelta en el auto con un disco de Mark Knoffler en el stereo que, milagrosamente, no se corta entre salto y salto.
De vuelta en la 40, horas de piedra y camino, de soledad apenas veteada por esporádicos oasis donde se puede adivinar la majada de chivos entre los arbustos espinosos y los ranchos de adobe a la vera de algún río de cauce basáltico. Pasamos por Ranquil del Norte y ya estamos en Neuquén, en la puerta misma de la Patagonia.
Capital Nacional del Piquete
Chos Malal está enclavada en un pequeño valle del extremo norte de Neuquén. Si bien tiene alrededor de quince mil habitantes, parece que fueran menos. En su mayoría las calles aparecen pobladas de preadolescentes aferrados a su celular. La ciudad del lado oeste limita con el río Curileuvú a poca distancia de su confluencia con el Neuquén, y por el este limita con la ruta 40. La máxima ambición de los que quieren ganar dinero es emplearse en alguna de las petroleras que tienen su base allí. El resto (la enorme mayoría) trabaja en empleos estatales. Una mínima parte se aboca al comercio. Chos Malal dista mucho de ser una ciudad linda, pero tiene la influencia de la inmensidad patagónica: basta alejarse unas pocas cuadras para ver las montañas y sentir un raro influjo de expansión – opresión que da el saberse rodeado de altas formaciones rocosas. Desde la ciudad no se ve el Domuyo, pero sí otras cimas igualmente nevadas, igualmente ventosas.
Por fuera del casco urbano, los crianceros suben sus majadas en el invierno y las bajan con los primeros fríos. Es muy común cruzarse con grupos de animales que van a la veraneada, conducidos por media docena de perros de aspecto inclasificable y dos o tres crianceros montando recios caballos. Esto lo vemos cuando, un par de días después, viajamos en una camioneta hasta “el final del camino”, es decir hasta la base del Cerro Domuyo, que dista a cuatro largas horas desde Chos Malal.
Llegando a Andacollo, pequeña población perpetuamente envuelta en tierra, nos damos un baño de realidad: el camino está cortado por un piquete de sindicalistas que apoyan a un despedido de la planta municipal por, entre otras cosas, haberle dado una paliza al intendente. Hay una radio metida en el problema y se cruzan acusaciones. Caras ásperas, gestos adustos y cuatro horas de espera que a la larga lamentaríamos. En un momento la gente que espera pasar bloquea un auto de la ATE y al grito “si no pasamos nosotros no pasa nadie” algunas mujeres se le cruzan. Ya imagino la volcada, el humo y los gritos cuando el auto retrocede y se limita a esperar. Somos prisioneros de un juego de desgaste en el que todos perdemos. Cuando zafamos del piquete, ya es tarde para comenzar el ascenso, así que nos detenemos en Agua Caliente, un prado metido entre desfiladeros y faldeos de montaña. Allí hay unas termas y dejamos que el agua caliente afloje los músculos acalambrados por el trayecto y el polvo. Un grupo de gendarmes se emborracha alegremente al sol mientras el puestero del lugar hace tres días que no aparece porque salió a cazar unos chilenos que le habían robado doce caballos. Mañana empezaremos a subir.
Soplando en el viento
Comenzamos la ascensión cruzando un campo de nieve, luego de ajustarnos los crampones y revisar por última vez el equipaje. En este primer día las mochilas son llevadas por un par de mulas cuyo alquiler es sencillamente una estafa. Pero ir libre de peso nos permite disfrutar de otra manera el ascenso. La vegetación de a poco va raleando, infinidad de arroyuelos nacen del deshielo, socavando cavernas imposibles entre la nieve. El sol cae perpendicular y se percibe como lo que es: una enorme nube radioactiva dispuesta a aniquilar cualquier resistencia. Hacemos varias paradas, hay que hidratarse conforme se pierde líquido. Hay que tener cuidado de no desbarrancarse o de resbalar en la nieve, dos maneras de darse un golpe que todos queremos evitar. Luego de cinco o seis horas de caminata llegamos al campamento base: una breve planicie a tres mil metros entre picos nevados que, según nuestro guía, debería estar cubierta de nieve pero por suerte no es así y podemos armar las carpas sin necesidad de quitar el hielo con palas. A media tarde todo está listo y usamos el resto del día para no hacer nada que no sea descansar y contemplar el pico todavía lejano.
Luego de una noche algo abrupta, donde el viento comenzó a sentirse por primera vez, seguimos la subida. En este caso llevamos nuestras mochilas ya que las mulas no pueden pasar del campamento base. El camino es empinado y no hay una recta que permita recuperar el aliento, los bastones son imprescindibles para mantener el equilibrio. Lo horizontal no existe y vamos inclinados contra el viento helado. Con brevísimas paradas para recuperar el aliento, cruzamos los últimos penitentes (formaciones piramidales de hielo) y llegamos a la zona del último campamento antes de la cumbre. Después de buscar protección contra el viento implacable, armamos las carpas y casi que no queda otra que entrar antes de que el ventarrón termine con nosotros estrellados varios cientos de metros abajo. Y entonces fue cuando el viento empezó realmente a soplar.
Imagínense que un gigante oscuro sacuda durante horas la carpa donde se guarecen e intentan conciliar el sueño. Imagínese ser juguete de trombas dispuestas a arrancarlo de su lecho y llevarlo hasta el fondo del abismo. Piense en la posibilidad de escuchar “ahí viene, ahí viene” ante el lejano zumbido de una ráfaga que a los pocos segundos atraviesa el campamento para estamparse contra la ladera de una montaña, dar la vuelta y seguir su curso hasta el infinito. Imagínese ser un barco de papel en el triángulo de las Bermudas. Cuando amanece, nuestros ojos insomnes ven la salida del sol más escalofriante que recuerden. A esa altura ya sabemos lo que no queremos oír: que el ascenso a la cumbre será imposible porque el viento no permite hacer pie; que nos tenemos que bajar ahora mismo; que hemos viajado mil quinientos kilómetros para detenernos 700 metros antes de la llegada…
El resto es un descenso en tobogán, un adiós al sur, un cruzar todo el país de oeste a este (reincidiendo en el maravilloso Río Atuel, donde el agua socava cañadones inmemoriales) y volver a la pampa en medio de una tormenta de tierra. Llegando a la provincia de Buenos Aires sentimos la humedad en todo el cuerpo así que solo resta subir el aire acondicionado, acelerar a 150 Km por hora y regresar, aterrizar al fin en la llanura amarilla por el trigo reciente.
Bonus Track: Y si embargo se mueve…
Escribo esto, que ocurrió hace ya unos meses, a pocas horas de partir otra vez. Quizás alguien lo lea siendo visitante en tierra extraña. ¿Qué nos lleva a desplazarnos como marionetas caprichosas que se resisten a la inmovilidad? Los viajes, los libros y el sexo siguen siendo buenas maneras de no afrontar esa pregunta y, a la vez, la mejor forma de encontrar la respuesta. Felices vacaciones entonces para los inmóviles y para los volátiles. Algún día nos encontraremos todos y ya no precisaremos viajar nunca más. Mientras tanto, las estaciones de servicio de todo el mundo nos tendrán de clientes.
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Roberto Bolaños, en su conferencia Literatura + Enfermedad = Enfermedad, afirma que “los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte y que, sin embargo, son caminos por los que hay que internarse y perderse y volverse a encontrar o para encontrar algo, con suerte lo nuevo, lo que siempre ha estado allí” Desconozco que buscamos internándonos cada vez más en la aridez serrana del centro del país, cruzando por sitios donde no existe señal de celular, parando en estaciones de servicio para comer bajo la mirada hostil de una empleada cautiva que, no sé de viajes y libros, pero que de sexo parece no conocer nada. Sin embargo vernos en movimiento hacia el oeste primero y hacia sur más tarde nos llena de una alegría infantil. Y de proyectos desmesurados. Sin ir más lejos, la idea más interesante se nos cruzó en San Luis: fundar la ciudad de Las Bragas, un lugar para incendiarse impunemente.
La cosa es así: como todos sabrán, en EEUU existe la ciudad de Las Vegas, enclavada en el Valle de la Muerte en el áspero desierto del Oeste Norteamericano. Y de su aislamiento nace su particularidad: la ciudad fue concebida para ser un shopping humano de dimensiones gigantes. Bajo las luces de neón los cuerpos se trafican en un liberalismo acérrimo para que en el resto de Norteamérica siga con su pastel de manzana y su “american way of life”. El fin de Las Vegas es proporcionar un lugar para reventar conscientemente: Elvis eligió sus hoteles cuando supo que se le acababa el tiempo, Nicolas Cage personificó a un alcohólico irredento en “Living Las Vegas”, por último recuerdo que el gran Hunter Thompson llamó a Las Vegas “el sitio en el que los nazis pasarían sus vacaciones si hubieran ganado la guerra”. No hay una ciudad equivalente en Argentina: México tiene a Tijuana y Brasil las infinitas transas de Manaos, así que decidimos invertir en el país y fundar “Las Bragas”. Y no hay otro sitio donde hacerlo que no sea en San Luis, en el desierto del sur, por los feudos de Rodríguez Saa. Necesitamos un aeropuerto, pero creo que sería cuestión de hablar con el Secretario de Turismo, toldense él para más datos. En todo caso se trata de un negocio indiscutible y sobre todo sanitario, digno de ser tenido en cuenta.
Todo esto discutimos mientras atravesamos como una exhalación la autopista sanluiseña para seguir en el delirio sólo detenido por policías que insisten en preguntarnos “de dónde vienen” y “para dónde van” como si haciendo alusión a dos destinos uno pudiera dar cuenta de las acciones que se realizaran entre ellos. En el límite con Mendoza hay un control sanitario, nos rocían con pesticidas y no paramos hasta San Rafael, donde llegamos en el medio de la siesta mendocina. De ahí a esa sucursal del Paraíso que es Río Atuel, a nadar en el dique, andar en canoa y tirarse en la blanca arena al pie de la montaña.
Fabio Zerpa tiene razón
La Historia contará que en esos días hubo una revolución tecnológica en Mendoza. Se trató de la inauguración de un observatorio de características muy particulares, cuya central se encuentra en la localidad de Malargüe y cuyos receptores se expanden por cientos de kilómetros cuadrados, pequeñas usinas que reciben rayos cósmicos y que luego reenvían esos datos al laboratorio central, donde se resuelve algún problema inmemorial. Lo que esos libros no narrarán es que por este hecho es imposible conseguir alojamiento en la ciudad: cabañas acostumbradas a recibir familias o aventureros solitarios ahora se ven repletas de científicos extraídos de alguna página de la Muy Interesante. Gente que escribe en sus notebooks para que sus vecinos en Oslo decodifiquen los mensajes de las estrellas. Y sí, la palabra “sobrepeso” se adecúa perfectamente a muchas estos ejemplares. Imagino que el consumo de Ventolín y Curitas debe haber trepado a niveles astronómicos también.
Igualmente conseguimos una pequeña cabaña junto a un bosquecito y lo que parecía la estatua de un Beatle, supongo que George o John, porque los otros están vivos todavía. Esa misma noche vamos a cenar a un restaurante donde, sentados en la vereda, oímos “no hay” ante el pedido de cada plato hasta que los cuatro cenamos lo mismo mientras vemos el espectáculo que ofrecen una docena de scooter tuneados y cuatro o cinco automóviles de porte indescriptible que rondan el bulevar central. Mejor dormir entonces, nos espera la ruta 40 y sus kilómetros de ripio patagónico.
Rally Malargüe – Chos Malal 2008
Es el tiempo de volver al camino, tomar hacia el sur e internarnos en la yerma ruta 40. Los primeros kilómetros están asfaltados, el pavimento desde Malargüe a Bardas Blancas va empeorando progresivamente. Así atravesamos la hermosa Cuesta del Chihuido, pero cuando nos metemos en las montañas, el asfalto desaparece y sólo hay lugar para las afiladas aristas del ripio. Lo curioso es que aquí y allá el asfalto vuelve a aparecer, destrozado pero claramente visible; es así como advertimos que el ripio ha sido en su mayoría arrojado ex profeso para no reparar la ruta. Alguno afirma que la provincia de Mendoza se niega a la reparación con el fin de mantener la ruta en malas condiciones para que el turista que viene en búsqueda de aventuras extremas no se sienta defraudado; lo cierto es que esta ruta permanece semintransitable para que el turismo no siga viaje y está obligado a volver a Mendoza (y a seguir gastando dinero allí), lo cual me parece una excelente ejemplo del concepto de federalismo que se impuso en el 2008: lo tuyo es mío y lo mío es mío.
Vemos un cartel que anuncia: “Caverna de las Brujas 3 km” y doblamos por un camino imposible bajo el sol de la primera tarde, entre polvo y sacudidas llegamos hasta la casa del guardafauna, quien resulta ser una chica que nos cuenta que no se puede entrar a la caverna sin guía (y sin casco supongo) y que los guías se consiguen en Malargüe, ella sólo está para decir eso, se disculpa y vuelve a su quehacer. Nosotros subimos los primeros escalones hacia la cueva, desistimos y ya estamos de vuelta en el auto con un disco de Mark Knoffler en el stereo que, milagrosamente, no se corta entre salto y salto.
De vuelta en la 40, horas de piedra y camino, de soledad apenas veteada por esporádicos oasis donde se puede adivinar la majada de chivos entre los arbustos espinosos y los ranchos de adobe a la vera de algún río de cauce basáltico. Pasamos por Ranquil del Norte y ya estamos en Neuquén, en la puerta misma de la Patagonia.
Capital Nacional del Piquete
Chos Malal está enclavada en un pequeño valle del extremo norte de Neuquén. Si bien tiene alrededor de quince mil habitantes, parece que fueran menos. En su mayoría las calles aparecen pobladas de preadolescentes aferrados a su celular. La ciudad del lado oeste limita con el río Curileuvú a poca distancia de su confluencia con el Neuquén, y por el este limita con la ruta 40. La máxima ambición de los que quieren ganar dinero es emplearse en alguna de las petroleras que tienen su base allí. El resto (la enorme mayoría) trabaja en empleos estatales. Una mínima parte se aboca al comercio. Chos Malal dista mucho de ser una ciudad linda, pero tiene la influencia de la inmensidad patagónica: basta alejarse unas pocas cuadras para ver las montañas y sentir un raro influjo de expansión – opresión que da el saberse rodeado de altas formaciones rocosas. Desde la ciudad no se ve el Domuyo, pero sí otras cimas igualmente nevadas, igualmente ventosas.
Por fuera del casco urbano, los crianceros suben sus majadas en el invierno y las bajan con los primeros fríos. Es muy común cruzarse con grupos de animales que van a la veraneada, conducidos por media docena de perros de aspecto inclasificable y dos o tres crianceros montando recios caballos. Esto lo vemos cuando, un par de días después, viajamos en una camioneta hasta “el final del camino”, es decir hasta la base del Cerro Domuyo, que dista a cuatro largas horas desde Chos Malal.
Llegando a Andacollo, pequeña población perpetuamente envuelta en tierra, nos damos un baño de realidad: el camino está cortado por un piquete de sindicalistas que apoyan a un despedido de la planta municipal por, entre otras cosas, haberle dado una paliza al intendente. Hay una radio metida en el problema y se cruzan acusaciones. Caras ásperas, gestos adustos y cuatro horas de espera que a la larga lamentaríamos. En un momento la gente que espera pasar bloquea un auto de la ATE y al grito “si no pasamos nosotros no pasa nadie” algunas mujeres se le cruzan. Ya imagino la volcada, el humo y los gritos cuando el auto retrocede y se limita a esperar. Somos prisioneros de un juego de desgaste en el que todos perdemos. Cuando zafamos del piquete, ya es tarde para comenzar el ascenso, así que nos detenemos en Agua Caliente, un prado metido entre desfiladeros y faldeos de montaña. Allí hay unas termas y dejamos que el agua caliente afloje los músculos acalambrados por el trayecto y el polvo. Un grupo de gendarmes se emborracha alegremente al sol mientras el puestero del lugar hace tres días que no aparece porque salió a cazar unos chilenos que le habían robado doce caballos. Mañana empezaremos a subir.
Soplando en el viento
Comenzamos la ascensión cruzando un campo de nieve, luego de ajustarnos los crampones y revisar por última vez el equipaje. En este primer día las mochilas son llevadas por un par de mulas cuyo alquiler es sencillamente una estafa. Pero ir libre de peso nos permite disfrutar de otra manera el ascenso. La vegetación de a poco va raleando, infinidad de arroyuelos nacen del deshielo, socavando cavernas imposibles entre la nieve. El sol cae perpendicular y se percibe como lo que es: una enorme nube radioactiva dispuesta a aniquilar cualquier resistencia. Hacemos varias paradas, hay que hidratarse conforme se pierde líquido. Hay que tener cuidado de no desbarrancarse o de resbalar en la nieve, dos maneras de darse un golpe que todos queremos evitar. Luego de cinco o seis horas de caminata llegamos al campamento base: una breve planicie a tres mil metros entre picos nevados que, según nuestro guía, debería estar cubierta de nieve pero por suerte no es así y podemos armar las carpas sin necesidad de quitar el hielo con palas. A media tarde todo está listo y usamos el resto del día para no hacer nada que no sea descansar y contemplar el pico todavía lejano.
Luego de una noche algo abrupta, donde el viento comenzó a sentirse por primera vez, seguimos la subida. En este caso llevamos nuestras mochilas ya que las mulas no pueden pasar del campamento base. El camino es empinado y no hay una recta que permita recuperar el aliento, los bastones son imprescindibles para mantener el equilibrio. Lo horizontal no existe y vamos inclinados contra el viento helado. Con brevísimas paradas para recuperar el aliento, cruzamos los últimos penitentes (formaciones piramidales de hielo) y llegamos a la zona del último campamento antes de la cumbre. Después de buscar protección contra el viento implacable, armamos las carpas y casi que no queda otra que entrar antes de que el ventarrón termine con nosotros estrellados varios cientos de metros abajo. Y entonces fue cuando el viento empezó realmente a soplar.
Imagínense que un gigante oscuro sacuda durante horas la carpa donde se guarecen e intentan conciliar el sueño. Imagínese ser juguete de trombas dispuestas a arrancarlo de su lecho y llevarlo hasta el fondo del abismo. Piense en la posibilidad de escuchar “ahí viene, ahí viene” ante el lejano zumbido de una ráfaga que a los pocos segundos atraviesa el campamento para estamparse contra la ladera de una montaña, dar la vuelta y seguir su curso hasta el infinito. Imagínese ser un barco de papel en el triángulo de las Bermudas. Cuando amanece, nuestros ojos insomnes ven la salida del sol más escalofriante que recuerden. A esa altura ya sabemos lo que no queremos oír: que el ascenso a la cumbre será imposible porque el viento no permite hacer pie; que nos tenemos que bajar ahora mismo; que hemos viajado mil quinientos kilómetros para detenernos 700 metros antes de la llegada…
El resto es un descenso en tobogán, un adiós al sur, un cruzar todo el país de oeste a este (reincidiendo en el maravilloso Río Atuel, donde el agua socava cañadones inmemoriales) y volver a la pampa en medio de una tormenta de tierra. Llegando a la provincia de Buenos Aires sentimos la humedad en todo el cuerpo así que solo resta subir el aire acondicionado, acelerar a 150 Km por hora y regresar, aterrizar al fin en la llanura amarilla por el trigo reciente.
Bonus Track: Y si embargo se mueve…
Escribo esto, que ocurrió hace ya unos meses, a pocas horas de partir otra vez. Quizás alguien lo lea siendo visitante en tierra extraña. ¿Qué nos lleva a desplazarnos como marionetas caprichosas que se resisten a la inmovilidad? Los viajes, los libros y el sexo siguen siendo buenas maneras de no afrontar esa pregunta y, a la vez, la mejor forma de encontrar la respuesta. Felices vacaciones entonces para los inmóviles y para los volátiles. Algún día nos encontraremos todos y ya no precisaremos viajar nunca más. Mientras tanto, las estaciones de servicio de todo el mundo nos tendrán de clientes.
Para los que nos alimentamos de la energia de la montaña...
ResponderEliminarHermoso...
Una pena no llegar a la cumbre, por ahi, es por que la montaña los estaba obligando a volver...
Ya volveremos para inscribir nuestro nombre en el Libro de Cumbre. Pero por lo pronto parece que el Nevado de Chani será nuestro próximo destino. Ya se sabe: cuanto más arriba mejor. Un saludo
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