Después de varios años de recorrer otros caminos, el Circo Papelito volvió al partido de General Viamonte. Este cronista tuvo la feliz tarea de frecuentar por unos días los trailers, la carpa, el mate con café y la historia de un circo familiar e itinerante. Una noche vio su show desde una posición privilegiada y todavía la duelen las manos de aplaudir. Así que pase por la boletería, ocupe su localidad y afloje los aletargados músculos de la risa porque el espectáculo va a comenzar.
txt: César H. París
fotos: Capurro, Piñero & Herce
fotos: Capurro, Piñero & Herce
Lo primero es encontrar un solar vacío, preferentemente sin árboles o con los suficientes para descansar en su sombra o atar los toldos a sus ramas. Y en lo posible en la periferia, donde comienzan las calles de tierra y la humedad promete frescas noches de primavera. Se trasladan los equipos, a veces en varios viajes y se convoca a la gente que quiera trabajar ajustando sogas, clavando estacas y levantando portones. O se hace todo solo y a la noche, durante la función, la espalda se cansa más de lo habitual.
Mientras la carpa se levanta, un Peugeot azul indescriptible, con polvo de cien caminos y un megáfono en el techo donde entre estallidos de estática se oye el día, la hora y el lugar de la función, rueda por todas las calles del pueblo elegido. Cuando cae la tarde, algunos vecinos se acercan para ver la carpa y en una casa un abuelo rebusca en el bolsillo gastado de su camisa de jean algunas monedas para las entradas mientras el nieto, subido en una silla, mira por la ventana el paso del anuncio.
Ya de noche se encienden las bombitas de colores y el aire se impregna de algodón de azúcar y papas fritas. Cada tanto los faros de algún auto iluminan la espalda de los que van caminando rumbo al circo. Junto a la puerta, pintado con letras blancas se lee “Hoy Ría con Papelito y El Regreso de Hormiga Negra”. Allí, cruzando una zanja por un tablón, espera Tomatito quien, con una sonrisa franca, nos dice “hola, bienvenidos, pasen, hoy invita la casa”
Nómades
Tomatito, que de civil se llama Héctor Luis, había sido también el primero que, unos días antes, nos había recibido y abierto el paso a través de los trailers hasta Papelito. En una tarde soleada pero fresca, una chevy verde y otros dos autos descansan del viaje desde Junín. Los trailers se distribuyen para crear un pequeño cerco en torno a la puerta de entrada. Antenas de Direct TV y soga para la ropa. Bajo la carpa, en la que rayos de luz juegan en un caos cromático, el escenario luce despojado y las sillas se acomodan en una medialuna sincrónica. A la derecha, colgadas de un marco de metal, una serie de botellas a medio llenar esperan que el payaso les arranque una melodía. Del otro lado, una pequeña estructura resguarda la computadora y los mandos de luz sonido. Desde una abertura en la lona “Milanesita” mira curioso. Atrás y a los costados hay dos kioscos de lona rectangulares. Una perra enorme como un toro mueve la cola, pero igual Papelito pide que la aparten de entre las sillas donde nos sentamos a conversar.
“Hace cuarenta años que estoy en la ruta” escuchamos “recorrí esta provincia, fui a Santa Fe, a la Pampa, al Sur; me fundí siete u ocho veces y acá estoy; ahora lo que quiero es terminar la carpa: a un gajo por semana me queda mucho todavía”. Papelito habla y levanta los ojos claros hacia la cúpula recién colocada donde el azul y el amarillo relucen flamante y la luz del sol se filtra por las junta de la carpa.
Más tarde, ya en el camino de regreso, pienso que durante miles de años la especie humana peregrinó por paisajes más o menos severos hasta que el confort, las obligaciones y el temor a la naturaleza obligó a los hombres a refugiarse en ciudades cada vez más pobladas y a adquirir planes dentales para proteger una boca que jamás volvería a comer carne cruda. Sin embargo la pulsión por la deriva nunca fue desterrada del espíritu humano. Ulises vagó durante diez años por el Egeo, los vikingos se hacían al mar como quien se arroja en su cama por las noche y todas las mañanas algún adolescente arma un bolso y deja la casa a buscar no se sabe qué, pero con la certeza de que encuentre lo que encuentre lo hará en movimiento.
Pero, si bien sabemos que hasta Colón volvió tres veces a España, existen aquellos para los que el concepto de volver al hogar no tiene sentido porque el hogar es donde ellos están. Y es entonces como en los circos la deriva emocional se entremezcla con la física y preguntar ¿qué se siente vivir en el camino? es saber que esa experiencia es intransferible y que sólo resta imaginársela y advertir que la diferencia entre el viaje y la deriva es que de uno se vuelve y el otro es sólo de ida.
Había una vez, un circo
A las 9 y 30 comienza la función. El circo está lleno en la víspera del feriado y el show ya ha empezado. Llegamos justo para el final del ejercicio de equilibrio sobre cilindros. Hay una voz grabada que anuncia los números y se escucha que el siguiente es “Jesús Alberto y su número de antipodismo moderno”. Jesús se recuesta en una pequeña tarima y hace una serie de malabares con los pies y distintos objetos -un cilindro, un cubo, un naipe- hasta que las luces bajan para dar paso a los ejercicios con fuego. La rutina siempre es acompañada por el locutor que anuncia el siguiente objeto que será revoleado o mantenido en equilibrio en posiciones cada vez más insólitas.
El siguiente es “Milanesita”, un payaso de unos pocos años, que se gana la complicidad del público en su número junto a Ailén, una locutora y partener sumamente eficaz. Me dicen que son tía y sobrino y empiezo a notar el nivel de comunicación que mantiene la troupe de Papelito: siendo integrantes de una misma familia llegan a niveles de entendimiento gestual solo alcanzables por aquellos que confían en que, si uno se deja cae de una silla, el otro lo va a sostener.
El locutor anuncia el regreso de Ailén, pero esta vez con un número de hulla-hulla. Se desparraman los aros por la pista y comienza a levantarlos con los pies, a hacerlos girar sinuosos por su cintura y su cuello mientras no pierde la concentración y la sonrisa. Al final del número llega Liz, una niña de dos o tres años que mira fijamente a nuestro fotógrafo y juega con los aros en la cintura. Otra veo esa extraña, esa intransferible comunión entre maestro y aprendiz cuando Ailén guía los pasos de Liz y se ríe de su interés en la cámara.
Es el turno de Tomatito y un sketch que parodia la manoseada cuestión de la inseguridad y los asaltos. Lo acompaña Jesús y entre los dos se dedican a robar a las chicas que cruzan el escenario. Entre equívocos y la vieja tradición de la torpeza del clown se cuelan frases fuera de libreto (como aquella de “no grités que no sabés gritar…”) y buenos momentos de comedia. Al final hay un intervalo que da parte a la segunda sección del espectáculo.
Al regreso Papelito toma la guitarra, monologa, canta, hace chistes (“La carpa es vieja, pero los agujeros son nuevitos”) y durante veinte minutos es el dueño de las miradas. Polemiza en broma con alguien del público (“vos sí que le sacás el jugo a los cinco pesos…”), habla de sus nietos y prepara el ambiente para el gran final: la obra de teatro
Las posibilidades son varias: siempre siguiendo el repertorio del circo criollo y dependiendo de la noche que uno concurra, le puede tocar ver “Llegó un paisano de afuera y domó a una vieja petitera”, la clásica “Juan Moreira” o, como ocurre la noche de hoy, “El regreso de Hormiga Negra”. Toda la troupe participa: Papelito hace de Hormiguita, Jesús de Hormiga Negra, Héctor de pretendiente adinerado, la mujer de Papelito hace de madre ambiciosa y las hijas de las pretendidas. Aquí, entre líneas de diálogo épico y bromas por doquier, la presencia de Ailén como factor cómico fundamental adquiere una relevancia central. La actriz, caracterizada como una “china” muy fea, se come el escenario a fuerza de improvisación, soltura y desenfado: aparece disfrazada de Pantera Rosa, chicanea a su padre y hace reír tanto al público como a sus propios compañeros de escena. Cuando concluye la función tengo la sensación de haber visto el presente y el futuro del humor argentino: se llama Ailén, tiene poco más de veinte años y en su sangre los genes del circo son indisimulables.
“Yo era así antes”, me dice Papelito al final de la función, todavía con la peluca puesta y el falso facón atravesado en la faja. Miro sus ojos claros y veo, allí, escondido tras miles de kilómetros y centenares de metros de lona, a ese niño, el hijo del diariero, el “Boyerito” de tímidos comienzos radiales. Haz recorrido un largo camino, pienso cuando la noche oscura se traga las últimas luces del circo.
Aplausos finales
Hace treinta y cinco años que esta banda comenzó a tocar y, según parece, no piensan dejar de hacerlo. Renovando la carpa cada cuatro años, mirando hacia el sur por la tarde para prepararse ante una tormenta repentina, manejando miles de kilómetros, esquivando tornados, llevando en alto la llama del circo criollo, el Circo Papelito no ha cesado de rodar por los caminos de la pampa argentina en un peregrinaje que desparrama semillas de cultura popular a su paso
Cuando esa noche cierro la puerta de mi casa el gesto me parece tan idiota, tan estéril, que no puedo dejar de pensar en que mañana Papelito y se familia se levantarán temprano para ponerle un gajo más a la carpa, otra hélice en su helicóptero rumbo a la alegría.
Mientras la carpa se levanta, un Peugeot azul indescriptible, con polvo de cien caminos y un megáfono en el techo donde entre estallidos de estática se oye el día, la hora y el lugar de la función, rueda por todas las calles del pueblo elegido. Cuando cae la tarde, algunos vecinos se acercan para ver la carpa y en una casa un abuelo rebusca en el bolsillo gastado de su camisa de jean algunas monedas para las entradas mientras el nieto, subido en una silla, mira por la ventana el paso del anuncio.
Ya de noche se encienden las bombitas de colores y el aire se impregna de algodón de azúcar y papas fritas. Cada tanto los faros de algún auto iluminan la espalda de los que van caminando rumbo al circo. Junto a la puerta, pintado con letras blancas se lee “Hoy Ría con Papelito y El Regreso de Hormiga Negra”. Allí, cruzando una zanja por un tablón, espera Tomatito quien, con una sonrisa franca, nos dice “hola, bienvenidos, pasen, hoy invita la casa”
Nómades
Tomatito, que de civil se llama Héctor Luis, había sido también el primero que, unos días antes, nos había recibido y abierto el paso a través de los trailers hasta Papelito. En una tarde soleada pero fresca, una chevy verde y otros dos autos descansan del viaje desde Junín. Los trailers se distribuyen para crear un pequeño cerco en torno a la puerta de entrada. Antenas de Direct TV y soga para la ropa. Bajo la carpa, en la que rayos de luz juegan en un caos cromático, el escenario luce despojado y las sillas se acomodan en una medialuna sincrónica. A la derecha, colgadas de un marco de metal, una serie de botellas a medio llenar esperan que el payaso les arranque una melodía. Del otro lado, una pequeña estructura resguarda la computadora y los mandos de luz sonido. Desde una abertura en la lona “Milanesita” mira curioso. Atrás y a los costados hay dos kioscos de lona rectangulares. Una perra enorme como un toro mueve la cola, pero igual Papelito pide que la aparten de entre las sillas donde nos sentamos a conversar.
“Hace cuarenta años que estoy en la ruta” escuchamos “recorrí esta provincia, fui a Santa Fe, a la Pampa, al Sur; me fundí siete u ocho veces y acá estoy; ahora lo que quiero es terminar la carpa: a un gajo por semana me queda mucho todavía”. Papelito habla y levanta los ojos claros hacia la cúpula recién colocada donde el azul y el amarillo relucen flamante y la luz del sol se filtra por las junta de la carpa.
Más tarde, ya en el camino de regreso, pienso que durante miles de años la especie humana peregrinó por paisajes más o menos severos hasta que el confort, las obligaciones y el temor a la naturaleza obligó a los hombres a refugiarse en ciudades cada vez más pobladas y a adquirir planes dentales para proteger una boca que jamás volvería a comer carne cruda. Sin embargo la pulsión por la deriva nunca fue desterrada del espíritu humano. Ulises vagó durante diez años por el Egeo, los vikingos se hacían al mar como quien se arroja en su cama por las noche y todas las mañanas algún adolescente arma un bolso y deja la casa a buscar no se sabe qué, pero con la certeza de que encuentre lo que encuentre lo hará en movimiento.
Pero, si bien sabemos que hasta Colón volvió tres veces a España, existen aquellos para los que el concepto de volver al hogar no tiene sentido porque el hogar es donde ellos están. Y es entonces como en los circos la deriva emocional se entremezcla con la física y preguntar ¿qué se siente vivir en el camino? es saber que esa experiencia es intransferible y que sólo resta imaginársela y advertir que la diferencia entre el viaje y la deriva es que de uno se vuelve y el otro es sólo de ida.
Había una vez, un circo
A las 9 y 30 comienza la función. El circo está lleno en la víspera del feriado y el show ya ha empezado. Llegamos justo para el final del ejercicio de equilibrio sobre cilindros. Hay una voz grabada que anuncia los números y se escucha que el siguiente es “Jesús Alberto y su número de antipodismo moderno”. Jesús se recuesta en una pequeña tarima y hace una serie de malabares con los pies y distintos objetos -un cilindro, un cubo, un naipe- hasta que las luces bajan para dar paso a los ejercicios con fuego. La rutina siempre es acompañada por el locutor que anuncia el siguiente objeto que será revoleado o mantenido en equilibrio en posiciones cada vez más insólitas.
El siguiente es “Milanesita”, un payaso de unos pocos años, que se gana la complicidad del público en su número junto a Ailén, una locutora y partener sumamente eficaz. Me dicen que son tía y sobrino y empiezo a notar el nivel de comunicación que mantiene la troupe de Papelito: siendo integrantes de una misma familia llegan a niveles de entendimiento gestual solo alcanzables por aquellos que confían en que, si uno se deja cae de una silla, el otro lo va a sostener.
El locutor anuncia el regreso de Ailén, pero esta vez con un número de hulla-hulla. Se desparraman los aros por la pista y comienza a levantarlos con los pies, a hacerlos girar sinuosos por su cintura y su cuello mientras no pierde la concentración y la sonrisa. Al final del número llega Liz, una niña de dos o tres años que mira fijamente a nuestro fotógrafo y juega con los aros en la cintura. Otra veo esa extraña, esa intransferible comunión entre maestro y aprendiz cuando Ailén guía los pasos de Liz y se ríe de su interés en la cámara.
Es el turno de Tomatito y un sketch que parodia la manoseada cuestión de la inseguridad y los asaltos. Lo acompaña Jesús y entre los dos se dedican a robar a las chicas que cruzan el escenario. Entre equívocos y la vieja tradición de la torpeza del clown se cuelan frases fuera de libreto (como aquella de “no grités que no sabés gritar…”) y buenos momentos de comedia. Al final hay un intervalo que da parte a la segunda sección del espectáculo.
Al regreso Papelito toma la guitarra, monologa, canta, hace chistes (“La carpa es vieja, pero los agujeros son nuevitos”) y durante veinte minutos es el dueño de las miradas. Polemiza en broma con alguien del público (“vos sí que le sacás el jugo a los cinco pesos…”), habla de sus nietos y prepara el ambiente para el gran final: la obra de teatro
Las posibilidades son varias: siempre siguiendo el repertorio del circo criollo y dependiendo de la noche que uno concurra, le puede tocar ver “Llegó un paisano de afuera y domó a una vieja petitera”, la clásica “Juan Moreira” o, como ocurre la noche de hoy, “El regreso de Hormiga Negra”. Toda la troupe participa: Papelito hace de Hormiguita, Jesús de Hormiga Negra, Héctor de pretendiente adinerado, la mujer de Papelito hace de madre ambiciosa y las hijas de las pretendidas. Aquí, entre líneas de diálogo épico y bromas por doquier, la presencia de Ailén como factor cómico fundamental adquiere una relevancia central. La actriz, caracterizada como una “china” muy fea, se come el escenario a fuerza de improvisación, soltura y desenfado: aparece disfrazada de Pantera Rosa, chicanea a su padre y hace reír tanto al público como a sus propios compañeros de escena. Cuando concluye la función tengo la sensación de haber visto el presente y el futuro del humor argentino: se llama Ailén, tiene poco más de veinte años y en su sangre los genes del circo son indisimulables.
“Yo era así antes”, me dice Papelito al final de la función, todavía con la peluca puesta y el falso facón atravesado en la faja. Miro sus ojos claros y veo, allí, escondido tras miles de kilómetros y centenares de metros de lona, a ese niño, el hijo del diariero, el “Boyerito” de tímidos comienzos radiales. Haz recorrido un largo camino, pienso cuando la noche oscura se traga las últimas luces del circo.
Aplausos finales
Hace treinta y cinco años que esta banda comenzó a tocar y, según parece, no piensan dejar de hacerlo. Renovando la carpa cada cuatro años, mirando hacia el sur por la tarde para prepararse ante una tormenta repentina, manejando miles de kilómetros, esquivando tornados, llevando en alto la llama del circo criollo, el Circo Papelito no ha cesado de rodar por los caminos de la pampa argentina en un peregrinaje que desparrama semillas de cultura popular a su paso
Cuando esa noche cierro la puerta de mi casa el gesto me parece tan idiota, tan estéril, que no puedo dejar de pensar en que mañana Papelito y se familia se levantarán temprano para ponerle un gajo más a la carpa, otra hélice en su helicóptero rumbo a la alegría.
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